
POR: TOMÁS UNGER
En contra de lo que se puede pensar —debido al estigma que llevan—, las plantas nucleares de tercera generación son una opción para reemplazar a los hidrocarburos
Hace unos días, en una revista internacional* encontré una cita del señor Patrick Moore, uno de los fundadores de Greenpeace (grupo radical defensor del medio ambiente), que hizo una declaración importante: “Cuando al principio de los años 70, en una conferencia de prensa en Estocolmo, participé en la fundación de Greenpeace, pensé —como muchos de nosotros— que la energía atómica es sinónimo de cataclismo nuclear. Treinta años después he cambiado de opinión y el resto del movimiento ecológico debe también adecuarse a la realidad de hoy”.
La razón de este cambio radical es que el mundo se encuentra ante el dilema de escoger entre la probabilidad decreciente de una amenaza y las proporciones crecientes de una calamidad ya en curso. Las probabilidades de un desastre nuclear no bélico son cada vez más remotas, mientras que el calentamiento global se está produciendo más aceleradamente de lo previsto.
Además, hay un factor político que día a día se convierte en una mayor amenaza: la dependencia del petróleo, recurso preponderantemente en manos de naciones hostiles.
EL PANORAMA CAMBIANTE
Para entender el dilema planteado por las plantas nucleares es necesario verlo desde una perspectiva histórica. Tras Hiroshima y Nagasaki, Bikini y las decenas de pruebas nucleares, la imaginación pública asoció la energía nuclear con la destrucción masiva. Durante 45 años de Guerra Fría, la amenaza nuclear estuvo siempre presente en la mente popular. En 1975 una falla en la central Nuclear de Three Mile Island, en EE.UU. causó un susto general, admirablemente explotado por la industria petrolera. Luego, el 28 de abril de 1986, llegó el desastre de Chernobyl: un regalo del infierno para la otrora URSS y del cielo para la OPEP.
Para entonces la crisis petrolera de los años 70 había pasado, se descubrieron los depósitos del Mar del Norte y se pensaba que el petróleo no se acabaría nunca. Un incremento acelerado del parque automotor y del tráfico aéreo aumentó la demanda de petróleo. El despegue y la motorización de China incrementaron la demanda. Mientras tanto, se hacían notar los síntomas del cambio climático. El calentamiento global, causado por el efecto invernadero de los gases de combustión, fue comprobado. Como consecuencia, el 11 de diciembre de 1997 se firmó el Protocolo de Kioto, que comprometía a los firmantes a reducir sus emisiones, y fue ratificado en enero de este año por 183 países.
Mientras tanto, la industrialización y el consumo de petróleo, carbón y otros hidrocarburos y carbohidratos siguieron en aumento. En 15 años (del 1992 al 2007), las emisiones mundiales crecieron en 38%. El mayor aumento se produjo en China con 150%, India con 103% y EE.UU. con 20%. Si se considera el consumo total de EE.UU., ese 20% tuvo el mayor impacto.
Simultáneamente, la continua crisis del Medio Oriente, principal depositario de las reservas de combustibles fósiles, empeoró. Un escenario propicio para revisar la energía nuclear.
LA ALTERNATIVA
Por razones climáticas la búsqueda de fuentes alternas de energía limpia se aceleró. Molinos de aire y celdas solares adquirieron mayor importancia, pero su costo y dependencia de condiciones geográficas siguen siendo un obstáculo. La búsqueda de biocombustibles adquirió capital importancia, no tanto por razones climáticas como políticas. Finalmente se comenzó a revisar la energía nuclear, intrínsecamente limpia ya que no produce emisiones, sus residuos radiactivos pueden ser almacenados en forma segura y reciclados en las plantas de última generación para producir nuevo combustible.
Estas circunstancias hicieron que la energía nuclear sea reconsiderada como fuente alternativa de energía. La Real Academia Sueca de Ciencias declaró que la energía nuclear es la alternativa más barata para reducir las emisiones de CO2. Hoy 439 plantas nucleares en 31 países producen 16% de la energía eléctrica mundial. En relación con la población, Suecia está en primer lugar con 8,6 MW/h (megavatios, miles de kilovatios por hora) por habitante; la siguen Francia con 7,1 MW/h, Finlandia con 4,8 MW/h y Bélgica con 4,3 MW/h.
Canadá, Corea del Sur y Lituania pasan de 3 MW/h por habitante. En cuanto al porcentaje de energía eléctrica producido por plantas nucleares, a la cabeza está Francia con 78%, seguida por Lituania con 75%, Bélgica y Eslovenia con 57%, Ucrania con 48% y Suecia con 47%.
El mayor productor de energía nuclear es EE.UU., pero, dada la magnitud de su consumo, solo el 19% de su electricidad es nuclear. Los reactores nucleares son de diversos tipos, que varían por su combustible, moderador para controlar la reacción, enfriamiento y características de construcción, que próximamente describiremos. A partir de los años 90 se han construido nuevas plantas, y modificado las existentes, clasificadas hoy como de tercera generación. Estos son reactores nucleares con el más alto nivel de seguridad y pueden mantenerse en operación hasta 120 años antes de la primera reparación.
Los reactores de última generación pueden usar como combustible el torio (Th), elemento más abundante que el uranio. Si bien el torio no se usa directamente, produce uranio en un ciclo que está siendo aplicado en varios reactores de tercera generación. Las reservas mundiales de torio se estiman en más de dos millones de toneladas (entre los países con los mayores depósitos figuran Brasil, Australia y Noruega) y se encuentra en todos los continentes.
LA TRANSICIÓN
Con la tecnología actual y las innovaciones que se están aplicando a los reactores nucleares, la preocupación por la seguridad y los residuos radiactivos está desapareciendo. Hoy, entre las fuentes de energía destinadas a reemplazar a los hidrocarburos, las plantas nucleares tienen la primera opción. Además, con la tecnología actual es posible construir plantas nucleares pequeñas, cercanas a los consumidores, ahorrando la pérdida de energía en la transmisión. El problema será reemplazar la energía de los hidrocarburos en el transporte.
Aunque ya hay 150 naves de diverso tipo propulsadas por reactores nucleares, en el transporte marítimo de carga su costo sigue siendo prohibitivo. El mayor consumidor de hidrocarburos, el transporte terrestre, requerirá de una transición gradual. Los automóviles híbridos ya consumen menos combustible y, con baterías más eficientes recargables de un enchufe, el motor a gasolina será cada vez más chico hasta desaparecer eventualmente. La rapidez de esta transición depende de la mejora en la relación entre la energía almacenada y el peso de las baterías, aún muy lejos de cualquier hidrocarburo.
El reemplazo del combustible fósil resulta más difícil en el transporte aéreo, donde el peso es crítico. Por el momento no existe una batería que pueda volar, pero la energía nuclear podría ser usada en aviación indirectamente: para obtener hidrógeno u otro combustible con un contenido de energía comparable al del kerosene empleado hoy.
La urgencia por reducir las emisiones de CO2 y librarse de la dependencia del petróleo le asegura un futuro a la energía nuclear. Si se logra que esta reemplace al petróleo en el transporte terrestre, será posible retardar, y eventualmente detener, el calentamiento global y el consiguiente cambio climático. Los avances en la tecnología de reactores y baterías hacen pensar que en un futuro no tan lejano se podrán revertir los procesos que nos han llevado a la crisis actual.
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